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¡Paladín de mi raza! Tu pedernal invicto
a través de los siglos lo miramos brillar;
y en la noche del tiempo tu prepotente grito
aún vibra, proclamando gloriosa libertad.
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Amabas tus montañas, tus mares y tus selvas,
cual patrimonio santo que te legara Dios,
y al verlas profanadas por huestes extranjeras
tu orgullo de cacique colérico se alzó,
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y juraste por todos tus dioses seculares
no entregar al reposo tu cuerpo de titán,
mientras alzar pudieras el arma formidable
digna del brazo tuyo: tu rudo pedernal.
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Aquel audaz guerrero que doblegó el orgullo
de los altivos hijos del Imperio del Sol
luchó, sin alcanzarlo, por abatir el tuyo,
por mirar, desmayado tu brazo de campeón.
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De Soto y Espinosa, Campañón y Albites
midieron con el tuyo su singular valor,
mas como en lucha honrada no pudieron rendirte
tejieron en la sombra la red de una traición;
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pero tampoco pudo la negra felonía
mancillarte el escudo de egregio paladín
que, enardecido el fuego de tu sangre bravía,
fundió los eslabones de la cadena vil.
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Dos lustros te miraron como fieras en acecho,
bajo el cielo apacible o en la noche invernal,
defendiendo con brío tu codiciado suelo
sin sentir la fatiga, sin rendirte jamás.
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Tus playas adoradas, tus mares y tus selvas
indómito te vieron su libertad guardar
y sólo la invencible demoledora eterna
pudo en su seno frío hacerte reposar;
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mas, al cerrar por siempre tus ojos luminosos
que tu pueblo miraba cual mágico fanal,
tus labios maldecían al extranjero odioso
y fue tu postrer grito: ¡Viva la libertad!
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La sangre libertaria que rebullía en tus venas
palpita todavía en más de un corazón
de los que aquí traemos, como inmortal ofrenda
laureles que la Gloria para tus sien tejió;
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y al ver sobre ese plinto tu figura arrogante
_símbolo de una raza que es la nuestra también,_
conmovida y ufana la cantora dorace
deja como un perfume su trova en tu laurel...
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