CON MOTIVO DE LA MUERTE DE SIMON RIVAS
Ese, que oculto llevan en negro ataúd de madera, seguido de unos cuantos mortales contritos, digno es del bronce y del mármol; de la canción de elogios y de la corona de laureles. Ese, es digno de todas las prerrogativas que la inmortalidad concede a sus elegidos; es digno de la elegía con que las musas anuncian a los cuatro vientos la desaparición de un varón grande, que si no tuvo la grandeza ficticia de los que a falta de intrínsecos méritos, no pueden menos que vanagloriarse de la grandeza de sus caudales y de la de su insignificancia intelectual, fue un aristócrata del talento, un señor poderoso y fuerte que en los dominios de la intelectualidad elevó un día sobre macizas y sólidas bases el castillo de sus ideas.
Fue uno de esos mancebos que, por lo impetuoso de su carácter, por el fuego de su inteligencia, por el brillo de su imaginación, por lo bello de sus sentimientos y por la miseria fisiológica y pecuniaria que les debilita; parecen ángeles maldecidos, coronados de áureas diademas pero asidos a la roca de la Impotencia por la dura cadena que forja la Fatalidad en sus negros talleres.
Soñadores incorregibles, naturalezas hiperestésicas más finas y vibrátiles que alambres de guitarras; seres que, en su eterna embriaguez de ilusiones quisieran amoldarlo todo a sus gustos, a sus caprichos, andan por los oscuros vericuetos de la Vida, tropezando aquí, resbalando allá, sintiendo puñaladas de espinas en los pies, mientras que sobre sus cabezas vibran aleteos de águilas; mientras que en sus pechos sienten yo no sé qué delicioso malestar—permitidme la unión de vocablos tan enemigos por lo antitéticos—un delicioso malestar que en su inquieto lenguaje de emociones dice de los alientos divinos escondidos en la prosaica armazón de músculos y de huesos.
Antes de caer vencidos por la misma consunción de sus fuerzas vitales, estos hombres— a quienes bien pudiéramos llamar extraterrenos, toda vez que nuestro minúsculo planeta no es para ellos sino campo enemigo—comprenden, con íntimo desconsuelo, que de poco les vale ser dueños de cualidades magnas, si éstas no van acompañadas de cierto porte y de cierta audacia que les permita triunfar en todas las batallas a que les llevan sus siempre incontenibles impulsos de sublimes quijotes.
Incapaces de hablar el lenguaje de la adulacía; inadecuados para ejercer el papel de actores cómicos en la tragicomedia de la existencia, vierten lágrimas de sangre al advertir que su reino no es de este mundo; devoran en silencio sus cóleras, y prefieren encerrarse en la torre de marfil de su orgullo y luchar contra sí mismos, hasta postrarse en la desesperación de la última angustia.
Época de injusticias y de cobardía esta, en que en el cielo de la Humanidad no se ve más vuelo que el de las águilas doradas; época de injusticia y de desvergüenza, en que el sebo de las reses y la piel de los carneros son mejor apreciados que el libro donde el escritor de valía vuelca el ánfora de su pensamiento—rico vino elaborado tan sólo para gustos amigos de saborear quintaesenciados manjares.
Época de injusticia, de cobardía y de moral miseria, en que el talento constituye motivo de desprecio cuando no aumenta su brillo con el brillo del oro; cuando no es lengua que lame las manos fustigadoras de Zelayas y de Castros; cuando no oficia de sacerdote en los templos de los dioses del dollar.
Canales abren los hombres a través de istmos, al par que la envidia, la vanidad y la infamia abren anchos surcos en la conciencia de la Humanidad.
Mientras los mares se confunden en uno solo—¡quién creyera!—los hombres se repelen, se odian, se matan. Y aquí es donde con más frecuencia se verifica el fenómeno. Nos ridiculizamos mutuamente. Nos devoramos a dentelladas corno fieras enemigas. Como los caballeros medioevales, nos destrozamos en justas inútiles y risibles. De ahí que para un panameño no haya sér más inhábil que un su paisano. De ahí, que nunca vibre la nota panameña en los grandes conciertos de la verdadera intelectualidad hispanoamericana; de ahí que hayamos descendido a sitios tan bajos en el terreno de la dignidad patriótica; de ahí el concepto que de nosotros conciben los extranjeros mal preparados que nos conocen superficialmente. Que amamos nuestras cosas. ¡Mentira! Lo hemos probado en algo? Sin retrogradar a días pretéritos y sin que sea mal interpretada mi expresión al respecto, diré que la estatua de Vasco Núñez de Balboa, español, se erguirá en Panamá antes que la de Tomás Herrera, Justo Arosemena, Mateo Iturralde y Pedro Sosa, panameños. Conste que esto lo digo sin pretender amenguar la gloria del gentil-hombre jerezano que descubrió el Pacífico.
Mientras que en ninguno de nuestros paseos públicos se irgue el busto de un compatriota preclaro, en las Bóvedas surge, sobre hermoso pedestal blanco, frente de un cañón que simboliza con su inmovilidad el estado de inercia de nuestro espíritu nacional, el medio cuerpo de bronce de Napoleón Bonaparte Wyse, ingeniero francés al servicio de la Compañía francesa del Canal interistmico.
Este vil estado de inercia nos caracteriza en todas las manifestaciones de nuestra vida colectiva. Y quieras que no, los que aquí nacimos y vivimos somos de él víctimas.
Simón Rivas, o Cristóbal Martínez como se llamó cristianamente, fue víctima de esa indolencia nativa.
Así cual mueren ciertas plantas bajo el rigor de climas inadecuados a sus órganos, los hombres que viven en medios poco adaptables a su temperamento, se malean y, mueren prematuramente.
A Simón Rivas le ahogó el ambiente deletéreo de su país. Quienes observan los sucesos desde un punto de vista meramente personal atribuirán su caída a irregularidades y excesos comunes en la vida de todos.
A los hombres raros hay que verlos de lejos. Si se les juzga, teniéndolos muy de cerca, el juicio resulta, en exceso, erróneo.
Estas notas que pongo al margen de sus páginas, no tendrán otro mérito que el de la sinceridad, el de la sinceridad que gusto poner en todo lo que de esta mal esgrimida pluma sale para cantar belleza de mujeres o para elogiar ricos tesoros espirituales de hombres.
Taciturno, mudo, pensativo, parecía vivir de recuerdos o esperar no lejanos acontecimientos infelices.
Para los que sabíamos que dentro de aquella figura aparentemente vulgar giraba todo un universo de ideas brillantísimas y compactas; para los que sabíamos que dentro de aquella contextura extenuada se levantaban—cual rosales cargados de flores—pensamientos fantásticos y al par verosímiles, no era sorprendente imaginar que aquel hombre sereno y tacibundo era ya un vencido; un derrotado de la batalla de la vida; un adalid que, en el pleno dominio de sus fuerzas, luchó con bizarría, con afán de triunfo, con varonil entusiasmo hasta sentirse físicamente impoderoso; moralmente vencido; intelectualmente debilitado.
¡Cómo lloraría en silencio al comprender la inutilidad del esfuerzo; la inanidad de la lucha; la inmisericordia brutal del medio que le circuía!
Sus gemidos de ruiseñor aprisionado en la jaula de su propia amargura; su soledad de pájaro abandonado en la gran noche de la pobreza y, sobre todo, aquella su altivez de artista doblegada a los embates del Azar—que de tarde en tarde parece tener más poder que Dios—, hablarían a su alma con más eficacia que todas las voces consoladoras de todos los consoladores humanos.
En verdad que maltrata pensar que la indiferencia caiga—como pesado manto de luto—sobre la memoria y sobre la obra de seres que, como éste, consagraron todas sus actividades a la realización de un fin noble, cual es el de crearse—a despecho de la sorda vocinglería de teóricos semi-torpes—una individualidad de acuerdo con las tendencias peculiares que atesoran.
Ciertamente maltrata pensar que ya todos se olvidaron de aquellos poemas lúgubres; de aquellos cuentos con tanta habilidad tramados; de aquellas fantasías que aparentaban surgir de un cerebro nacido en un país de brumas.
Lo que no se comprende, no se ama; lo que no se ama, se olvida. Hay públicos que conservan, por una eternidad, recuerdo de seres y de cosas que de un modo u otro influyeron en la formación de sus gustos, de su educación, de su carácter. Son como esos frascos que conservan durante muchos años el penetrante olor del líquido que contuvieron o como jardines inmensos en cuya atmósfera persiste la mixtura de distintas fragancias.
Hay, también, públicos miopes, cuya incapacidad de visión les impide distinguir cómo se irgue de entre la turba la talla gigantesca de esos nerviosos enderezadores de mentes obtusas, que con la palabra cáustica queman llagas sociales, y con la palabra suave y consoladora alivian el dolor de esta miserable existencia—mezcla de todas las hieles.
Público así le tocó a Simón Rivas. En vano alimentó su obra de hermoso vocabulario como el más docto señor de la Española. En vano su instinto de jardinero de la belleza quiso hacer florecer rosales en tierra donde es más fácil ver crecer las ortigas de la política y los cardos de la envidia, antes que el lirio azul del Arte.
Aunque sean muy excelentes los sistemas de irrigación que se empleen; aunque el horticultor viva con dominadores deseos de ver producir plantas lozanas en el huerto a él encomendado, todas sus labores se reducirán a nada, si el terreno no tiene en sí—bien que escasamente— principios de fecundidad. Es como pedir que un idiota piense o como intentar que una hormiga cante. En las rocas podrá crecer musgo. Nunca dalias.
Su esperado fin trágico no sorprende. Simón Rivas ha tenido predecesores selectos: Edgardo Poe, Alfredo de Musset, Carlos Baudelaire, Pablo Verlaine.
Quienes constituyen ese cuarteto, caballeros de la más linajuda prosapia en los países del Genio, cayeron en circunstancias análogas a las que rodearon los últimos meses de este singular panameño.
La mañana que le sorprendió exánime era fría, como caricia de mujer sin amores. La lluvia, menuda, fúnebremente rumorosa, desataba sus hilos de plata con un gesto casi humano. No le tocó morir, cual lo deseaba en una de las estrofas de su poema «El Rubí», una tarde roja, iluminada por las llamaradas purpúreas de un lujoso y deslumbrador sol poniente:
«Roja, así quiero yo que sea la tarde
en que el último adiós mis labios hiele
y de grana y rubí que sean las rosas
que lleves a mi muerte,
cuando ya no te mire el áureo anillo
en tu mano brillar como en la nieve.
¡Oh roja luz que mi cerebro ofusca!
Estrella roja entre tu mano blanca!
Acoge mi pasión en tus reflejos
cuando al soñar del alba
no tengan ya más sangre los crepúsculos
ni rosas ni claveles las montañas».
|
Contristadoras sorpresas de la Mala Suerte! En donde estaba la amada a quien fueron dirigidos aquellos versos? Sobre el sudario que cubría el cuerpo inmóvil del poeta sus blancas manos arrojarían puñados de rosas....?
El amor y la amistad huyen de allí donde el infortunio sienta sus reales. Y para colmo de injusticia— ¿Vergüenza qué te has hecho? —ni la seca nota de un diario pudo decir a los pobladores de esta pobre tierra, que se había eclipsado una de las más luminosas estrellas que alumbraran el firmamento en el Istmo.
Gaspar Octavio Hernández
Nuevos Ritos, Nº 143, de 15 de agosto de 1914.
Incluida en Iconografías en 1916.