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El tiempo,
por Pedro Rivera

La noche del primer día que llegué a casa de la abuela, el 15 de febrero de 1946, atraído por la avasalladora grilla, y también por un inédito croar de ranas invisibles, me asomé boquiabierto al Mundo.  El tío Alejandro, que apenas era una año mayor que yo, encendió una lámpara de querosín para evitar que tropezara con taburetes, bebederos de gallinas, palanganas, sillas de montar a caballo, tinajas y chécheres esparcidos por el portal.  No era necesario.  El niñito de la ciudad era un gato con botas, tío, y no le tiene miedo a la oscuridad.  No había luna, pero las estrellas estaban por todas partes.  Millones de puntos luminosos brillaban sobre mi cabeza, más allá de lo que debería ser el horizonte, y todavía más allá y más allá.

Nunca antes había visto el cielo de esa manera.  Nunca lo volvería a ver igual.  Me acosté bocarriba en la pradera tapizada de florecillas silvestres.  Los cocuyos se encendían y apagaban como pequeños faroles sobre la hierba.  El soplo e la brisa era fresco y limpio como debía ser el aliento de los ángeles.  Sentí que la tierra se movía bajo mis espaldas.  Y de veras se movía.  No tuve, a esa hora, conciencia de alimañas, fantasmas, brujas, madre rezongona.  En algún momento, sin dejar de mirar a las estrellas y de calcular las distancias, debí preguntarme quién dónde y cómo sería ese Dios del que tanto hablaba mi madre.  Floté en aquella inocua neblina que se forma en el instante en que la temperatura del aire desciende y rodea como una caricia la superficie caliente del suelo, que no se la ve pero que se la siente como una especie de rocío temprano, y me estremecí de cuerpo entero.  Estaba, de alguna manera, solo.
Y sentí el tiempo.

Era yo y el universo.  Esa noche, en Bejuco, en la tierra de mis abuelos, me arrebujé en la hierba con mi primera sensación de infinito.


Pedro Rivera.

Cuento publicado en: Las huellas de mis pasos
Colección Ricardo Miró * Premio Cuento 1993



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