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I |
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Para en los dobles encontrarte
de la mansión sellada por tu ausencia,
busco el olvido que imploré al dejarte
y en el olvido encuentro tu presencia.
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Todo lo diera por volver a hallarte,
acariciar tu voz, gustosa urgencia,
y el dormido perfil desdibujarte
mientras en vela, vela mi inocencia.
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¡Qué fatiga la lumbre de tu fuego
cuando exprimes la hez de mi quebranto
en esta dulce y esencial batalla!
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Cal y canto tu lógica y mi encanto
nada valen, ni súplica, ni ruego,
si evasiva escapo de tu malla.
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II |
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Arde tu hielo con la mordedura
de este amargor de ortigas que me habita
y en congelado fuego, angustia pura,
mi alma con voz a revivir invita.
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Me deslumbra esta pena claroscura
en su fulgor vorazmente infinita,
que ilumina redonda la cintura
y el ritmo de la sangre precipita.
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Savia, saliva intensa, locuciones
de este amor de mi ser, en ti perdido
hecho sustancia, tierra y pesadumbre
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y este perpetuo arder en ilusiones
que me llevan por el amanecido
a las heladas nieves de tu cumbre.
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III |
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Dora tu fuego el borde de mi alma
en esta orgía dulce, sin sentido,
y los difunde en la aromada calma
de los reversos del sobrentendido.
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Contra el agraz racimo de la palma,
quiebra su luz un sol recién nacido
y su tibieza antigua nos ensalma
los pareceres del común latido.
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¡Qué dulce eres amor! Hay tal encanto
desde tu pié ordenado a tu sombrero,
que suelo compartir tu geometría
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y así, con ecuaciones me adelanto
al decir, sin decir, que te venero
en el umbral de la locura mía.
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Del libro: El alba perdurable.
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